¿Cuántas veces dedicamos demasiado tiempo y energía en “dar vueltas” una y otra vez antes de decidir qué hacer? En cada decisión que tomamos están en juego nuestros deseos y propósitos, los efectos positivos y negativos que nuestra decisión va a producir en nosotros y en los demás, las convicciones que nos hacen ser quienes somos y quienes queremos ser… ¿Cómo compatibilizar todo eso? Un buen modo es poniendo nuestro torbellino de ideas en orden.
“…Si de las cosas que hacemos hay algún fin que queramos por sí mismo … es evidente que ese fin será lo bueno y lo mejor” Aristóteles
El primer paso es tener claro nuestros propósitos: Todos queremos muchas cosas. Cada una de las decisiones que tomamos apuntan a un objetivo concreto que será un fin en sí mismo o bien un medio para un objetivo mayor. Hay propósitos económicos o financieros, hay propósitos de gestión, de convivencia, de imagen. La mayoría de las veces, hay varios combinados,algunos más importantes que otros pero todos valios a su manera. Por ejemplo: si inicio un emprendimiento quisiera poder realizar una actividad que me satisfaga personal y profesionalmente y que me reditúe económicamente; tal vez quiero dejar mi marca en el mundo, beneficiar a otros con lo que tengo para ofrecerles, poder manejar mejor mis tiempos… En resumen: desarrollarse y ser feliz, pero para llegar allí hay que inicar por algún lado; debiera preguntarme: ¿Cuál de mis posibles acciones me acercaría más a donde quiero llegar?
Una segunda lista, la de las consecuencias: Además de acercarnos a cumplir nuestros propósitos, nuestras acciones traerán aparejadas, inevitablemente otras consecuencias. Es deseable -o incluso podemos afirmar que es nuestra responsabilidad- tenerlas todas en cuenta. Las que nos afectan a nosotros y a los demás, a los más cercanos y a las generaciones futuras. Habrá muchas consecuencias cernas o lejanas, a corto y a largo plazo. Las positivas que dan valor a nuestra decisión y que tal vez no estábamos viendo; las negativas que debiéramos evitar lo más posible. En función de su importancia y de la cantidad de afectados podremos prever cuál de las acciones posibles nos acercan a los mejores resultados o al menos, nos alejan de los peores. Tal es así que, por ejemplo, preferimos dedicar tiempo a nuestros nuevos proyectos porque a pesar del cansancio y la energía que requieren, la satisfacción del resultado hará que haya valido la pena. En otros casos, hacemos esfuerzos -como participar de campañas de caridad- para que otros puedan disfrutar de esos beneficios. Por ejemplo, podría considerarse que el hecho de que 25 niños y niñas tengan útiles escolares al iniciar el año escolar, bien vale un par de horas de mis sábados dedicadas a organizar las donaciones. Hay que poner todo en la balanza.
Finalmente, principios y valores marcan el territorio: No siempre nuestros propósitos y las consecuencias de nuestras acciones van de la mano. Es probable que tenga que sacrificar en un espacio para ganar en otro. ¿Por cuál decidirnos? Nuestros principios y valores pueden servirnos de motivación y de límite a la vez. “Este es mi deber…” decimos cuando hay una acción irrenunciable. “No puedo ceder en esto” afirmamos cuando hay principios que no queremos traicionar. En este espacio de convicciones morales, sociales, culturales y religiosas, los mejores propósitos logran destacarse y las peores consecuencias se muestran como sacrificios que no estamos dispuestos a aceptar. En definitiva estamos hablando de nuestra dignidad como seres humanos.
“No hay decisión que podamos tomar que no venga con algún tipo de equilibrio o sacrificio.” Simon Sinek
En conclusión, persigue tus propósitos mientras estos no traigan malas consecuencias ni traiciones tus principios para alcanzarlos; procura las mejores consecuencias si te acercan a tus propósitos siempre y cuando no debas traicionar tus convicciones para hacerlo; honra tus principios al menos que el sostenerlos con firmeza provoque daños importantes o te aleje demasiado de tus propósitos fundamentales.
Profesora Natalia Vozzi para CESPYM CURSOS